Querida hija;
No te haces una idea de lo orgullosa que me siento de ti. Intento hacértelo comprender con gestos y palabras todo cuanto puedo, ahora que por fin, puedo hablar contigo y me dejas abrazarte.
Han sido demasiados años en los que la distancia entre nosotros fue aterradora. Entiendo y acepto, que era preciso atravesar esos malos años, porque la naturaleza humana está diseñada para lograr la individuación frente a la familia como forma de alcanzar la autonomía. En tu caso, las cosas se complicaron en exceso, por culpa de esa ansiedad incapacitante, que ha jugado en contra de ese proceso.
Sospecho de dónde vinieron tus miedos y no es de mí. Siempre me culpaste de ellos, o yo lo entendí así. He repasado tu vida, y mi forma de educarte, mil veces. He intentado encontrar alguna base que sustentara tu persistente reproche: “mi falta de expresión de cariño”.
Yo, como cualquier madre, no soy perfecta. Es más, particularmente yo, vengo con muchos defectos de serie: unos por carácter y personalidad, otros por aprendizaje. Un aprendizaje que sin duda ha sido de cierto abandono emocional por parte de mi madre, y un cariño condicionado de mi padre. Con estos mimbres interioricé que era preciso no necesitar a nadie porque nadie me iba a proteger, con una excepción: mi abuela. Pero ella murió y yo quede huérfana. Solo a ella me atrevía a mostrarle cariño incondicional, pero a escondidas de mi padre, porque el precio era perder su favor y escuchar dura crítica contra un ser muy querido. Ya ves, aprendí a sustraer mi expresión de cariño.
Sé que yo no soy mi madre, ni soy mi padre. Puede que tenga sesgos aprendidos de los que no sea consciente, aunque hay uno que bien conozco, y ni por esa consigo superarlo. Es un instinto inmanejable y persistente de protección frente a la hostilidad. Frente a ella, solo la huida me calma.
Antes de que nacieras luché contra viento y marea, intentando formarme para superar mis barreras emocionales de autoprotección, con el fin de poder educarte de forma sana, y evitar dañarte si acaso mis actitudes y desatinos quisieran jugar contra ti. Quería hacer las cosas bien, y no es sino ahora, cuando empiezo a entender que por mucho que una se esfuerce, hay cosas que se escapan, y que hay que aprender a aceptarlo y a perdonarse.
Pero sabes una cosa, mi niña, no me costó nada darte mi amor, mi afecto y mis caricias. Porque desde el momento que pude crear intimidad contigo mi vida cambió. Desarrollé una conexión descomunal contigo, algo mágico e inmenso que me hacía sentirte como si fueras parte de mí. Descubrí un sentimiento de amor inimaginable, increíblemente hermoso y aterrador a la vez, por la responsabilidad que asumí plenamente consciente: protegerte y llevarte de la mano hasta que pudieras valerte por ti misma.
Pero un día llegó la adolescencia y tu hostilidad me superó. Regresaron los miedos antiguos. Aquellos cuando necesitaba desesperadamente el amor de los míos, pero se me racionaba. Cuando debí sentirme protegida, y en su lugar, sentía que era yo quien debía proteger. Cuando la única manera de sobrevivir con cierta seguridad frente a la soledad fue convencerme de que no necesitaba a nadie. Puede que estas barreras sean las que tu hayas presentido como falta de afecto. Lo siento si ha sido así.
He vivido con mucha culpa tu adolescencia por ser consciente de mis limitaciones, y la culpa magnificó el dolor. No supe digerir tanto desprecio, aun sabiendo que era normal en la travesía necesaria para convertirte en adulta.
No pretendo exculparme, pero sí decirte sin complejos que te quiero, que me llena de orgullo que seas mi hija, tal como eres. Te admiro, sobre todo por ese envidiable sentido que tienes, de aprovechar lo mejor de la vida y saber disfrutarla. Admiro tu tesón y tus ganas para luchar por lo que quieres. Admiro tu capacidad de trabajo y tu habilidad para alcanzar casi la perfección en todo lo que te propones. Admiro, hasta la envidia, tu voluntad para cuidar de ti misma.
Te ha llevado varios años salir de la oscuridad perversa de la ansiedad, pero a falta de pequeños ajustes, hoy puedo respirar con alivio, al ver que has aprendido a convivir y manejar esos fantasmas que te obligaban a malvivir asustada. Este nuevo logro, también me hace sentirme muy orgullosa de ti. Te he visto sufrir muchísimo, pero lo has conseguido, hija mía. Es un logro inmenso que espero te haya hecho fuerte y más segura de ti misma. Después de haber pasado por ese trance estoy segura de que tienes un extra de fuerza para afrontar el futuro.
Ya no me necesitas, pero sé que me quieres y que estás cerca de mí. Yo solo puedo decirte que te amo, y que me alegra mucho ver cómo estás saliendo a la vida, con fuerza y valentía.