Cuando la psicología olvida su propósito actúa la ideología
Creí reconocer la voz del Dr. Mario Alonso Puig, y dada su trayectoria de formación médica y dedicado a difundir la neurociencia, me detuve a escuchar su propuesta: Cinco señales de que una persona ha sido abusada emocionalmente:
- Se disculpan en exceso, incluso por cosas que no son su culpa. La constante culpa en el pasado los ha hecho hiper responsables.
- Les cuesta aceptar cumplidos o creer en su propio valor. Años de críticas han erosionado su autoestima.
- Pequeños desacuerdos desencadenan respuestas emocionales intensas. Las relaciones tóxicas del pasado los han dejado emocionalmente sensibles y defensivos.
- Buscan constantemente seguridad en las relaciones. La negligencia emocional ha creado un profundo miedo al abandono.
- Raramente piden ayuda, insistiendo en manejar todo por sí mismos. Han aprendido a no depender de otros debido a las decepciones pasadas.
Quedé francamente conmovida al reconocer los efectos que describe sobre mi pequeña, los mismos que hubo en mí.
Vengo de una familia en el que el abuso ha sido una constante, en la que aún debo estar vigilante para mi autoprotección. Tardé mucho tiempo en buscar ayuda psicológica y en reunir el valor para mirarme de frente, sin todas esas capas de colores que fui construyendo a lo largo de mi niñez para tapar lo que tanto me dolía, para ocultar y proteger lo que una cría no entiende, lo que necesita disfrazar para que duela menos cuando viene de ese ser al que admira y protege incondicionalmente, porque depende de él.
Dicen que los patrones familiares se repiten. Lo que yo he descubierto es que muchas personas huyen de ellos convirtiendo su vida en lo opuesto. Lo contrario no significa necesariamente que sea correcto o ni siquiera lo adecuado, pero en este caso, huir del papel abusador me parece lo menos malo aunque se caiga en otros errores.
Y no obstante, al menos en mi caso, siempre me asaltaban las dudas acerca de si en realidad el patrón persistía por mucho que intentara borrarlo. Muchas veces temí ser como mi padre, sobre todo en aquellos momentos de ira acusatoria adolescente de mi hija mayor. Acabé entendiendo que esos temores eran fruto de la enorme culpabilidad interiorizada.
Simplemente el hecho de estar alerta ya me parece suficiente como para evitar ese sistemático control abusivo que a la postre es el que daña. No, yo no soy ni seré jamás una abusadora. Por desgracia y dado mi aprendizaje de vida cometí y sigo cometiendo otros errores, pero no ese.
Tardé casi una década más en sanar, y en el camino mi niña pequeña cayó en otro abuso distinto del que no supe ver las señales. ¡Me maldigo por ello!
Busqué con afán atención médica para las somatizaciones de mi hija y para cuando comprendí, no acerté con la ayuda psicológica adecuada. O no hay muchos profesionales buenos o a mí me han tocado los malos. Confié en ellos pero no ayudaron a mi hija, la dejaron caer.
Sé que todo comenzó al entrar en el colegio cuando la niña tenía seis años, y que algo más debió ir perpetuándose, hasta desencadenar en la Disforia de Género. Su ruina emocional y la de nuestra pequeña familia que hasta entonces había sido razonablemente feliz. Un horror que, por desgracia, está creciendo como las setas entre niñas vulnerables como la mía.
Por mi propia historia puedo reconocer las probablemente acertadas señales que expone el Dr. Alonso, aunque la terapia, la experiencia y la edad la hayan desdibujado de mi persona. Pero esa ya no es mi causa, ya estoy a salvo. Mi causa es mi hija.
Las experiencias pasadas con una psicóloga en especial, que afirmó a mi niña en su delirio, a pesar de saber y comunicarnos expresamente que su problema era “una mala autoestima, una mala autoimagen y un mal autoconcepto”.
Esa “profesional de la salud mental” nos ilustró con profusión en una de las primeras citas, sobre como una persona en semejante estado mental no está en condiciones de poder decidir un cambio transcendente en su vida como es cambiar de sexo.
Y sin embargo, a nuestras espaldas, esa persona alentó a una menor, no solo a avanzar en su deseo repentino de cambiar de género y transformar su cuerpo con hormonas y cirugía, sino que la predispuso sistemáticamente contra sus padres.
Cada semana al regresar de su consulta venía con furia renovada que luego descendía conforme avanzaba la semana, para recomenzar tras la siguiente cita.
El cacao mental de mi hija a sus quince años, junto a su lucha interior para desterrar de su vida a los seres queridos, los que hasta hacía apenas meses habían sido sus referencias, la desquició. Afirmarla como a los tontos en su autodeterminación la condujo a la depresión que no tenía.
El hacer de la psicóloga perversa, reforzada por sus nuevos ídolos trans de YouTube y a través de las redes sociales, añadido a la etapa vital de enfrentamiento a lo establecido que supone la adolescencia, conformaron la tormenta perfecta. Mi hija se convirtió a la nueva religión Queer.
La psicóloga afirmadora también atrapó a su hermana y también la enfrentó a su familia, pero le duró poco al ser ésta más adulta y madura. El rechazo visceral de la mayor a la manipulación de la psicóloga nos ayudó a sacar a la pequeña de su influencia envenenada. Costó porque había pillado presa y, hasta se atrevió a puentearnos meses después de romper con ella, cuando la niña se aproximaba a los dieciocho, para seguir malmetiendo y mantener el negocio.
Al poco de apartarla a la niña de aquella persona malvada, pudo digerir la manipulación recibida hasta el punto de decirme: “Mamá, esa señora me traumatizó”.
¡Casi no puedo creer lo que pasó, pero pasó! Afortunadamente llevé un diario que se convirtió en el libro: Sin Derecho a Opinar. Si no hubiera quedado escrito, hoy pensaría que lo soñé.
No sé si algún día podré hablar con mi hija de todo lo sucedido; del origen de su malestar, de nuestra necesidad de protegerla y amarla. No sé si algún día lo entenderá y si será capaz de decirme: “gracias, mamá, por no rendirte”.
En realidad, no necesito su reconocimiento aunque lo desearía, de la misma forma que ya no necesito el reconocimiento de mis padres, aunque me gustaría poder tenerlo.
Ella tendrá sus quejas sobre mí y hasta serán de peso, es ley de vida. Y aun así, algún día su corazón se acordará de su madre, y habrá dejado definitivamente de ver una enemiga.
Más de cinco años han tenido que pasar, desde que mi hija se alejó de la terapeuta afirmadora, para que haya aceptado la ayuda necesaria para sanar mentalmente. Su rechazo a la terapia quedó marcado por la traición.
Es preciso y, lo sé por experiencia, que mi hija descubra quien es y por qué la dañaron, para después del duelo, levantar el vuelo en libertad y con la fuerza necesaria, a pesar de sus vulnerabilidades.
Sé que a mi hija le sucedió algo porque dio un cambio radical ante la vida. Algo que probablemente se mantuvo a lo largo de mucho tiempo, algo que se enturbió y que yo no supe descifrar.
Me ha ayudado a evacuar bastante culpa el conocer, como conozco ahora, todo lo que encierra la ideología de género, de dónde viene, sus estrategias diseñadas en los mejores bufetes de abogados y bien financiadas por las grandes farmacéuticas. Yo solo soy David contra Goliat, pero no dejaré de usar la honda.
Son pocos los psicólogos íntegros, capaces de enfrentarse a la barbarie que se está cometiendo contra miles de cuerpos jóvenes por miedo a ser señalados de alguna nueva fobia o a ser apartados profesionalmente. Y aun así, sabiendo lo que se juegan, los maldigo por su cobardía y complicidad.
Como mi niña es mayor de edad no tengo ni posibilidad de elegir psicóloga, lo ha hecho ella. Solo me queda contener la respiración, aguantar el miedo y seguir demostrándole que la amo y que no soy la madre tóxica que le vendieron en las redes.
Me quedo con sus enormes cambios positivos, con la alegría y nuevas ganas de vivir, con sus afectos discretos y con su presencia. Aún persisten los últimos coletazos adolescentes, pero saber que está tratando de encontrarse es la mejor de las noticias.
Seguiré aguardando impotente que la nueva terapia sea de la buena.
Esa que revincula lazos, que no tiene intereses propios, que aparta el sectarismo ideológico y persigue sanar la mente.