19 de mayo de 2024
Querida hija;
Como podrás leer en la portada de mi Blog, tu disforia repentina cuando apenas entrabas en la adolescencia me ha llevado a vivir las emociones más extenuantes de mi vida: incredulidad, agotamiento, desesperación, horror, sorpresa, miedo, estupor, impotencia, rabia, terror, consternación, decepción…
Emociones que se han ido sucediendo, cabalgando unas sobre otra, como olas furiosas contra mi cuerpo. Una de ellas se me quedó enredada: el miedo. Y desde entonces me gobierna alimentando el instinto animal de madre escrito entre mis genes: proteger a mi niña hasta el final o morir en el intento.
La indiferencia de los más cercanos y saber que tenía en contra a la sociedad entera fue muy difícil de soportar, pero lo que me trastornaba sin remedio, era la imposibilidad de comunicarme contigo.
Una comunicación imposible por el odio iracundo que me profesabas, y por la ofuscación adolescente abonada por los Youtubers que tenían mil veces más fuerza que yo para dirigir tu vida, aunque la dirección que te marcaban era directa a un precipicio.
Una comunicación que, en otras circunstancias, hubiera posibilitado analizar juntas el por qué; y las consecuencias de envenenar tu cuerpo, de acompañarte y de acompañarnos. En este asunto fue imposible porque te creías en la razón absoluta. Te lo decían tus video-predicadores y lo marcaba la norma social buenista. A mí, solo se me permitía apartarme.
Toda una vida juntas de estrecha y maravillosa relación, toda la base construida en una familia buena, bien avenida y respetuosa dio al traste cuándo entró en tu vida ese mundo de las redes. Cuando personas que, ni te conocían, te dijeron engañosamente que el malestar adolescente no era necesario sufrirlo y que la solución era ser otra persona, marcándote la puerta de entrada con rapidez al horror de cambiar tu cuerpo. ¡Total, a ellos qué les importaba!
¿Quieres sopesarlo ahora conmigo?
¿A quién le importabas de verdad?
■ ¿A las personas semi anónimas al otro lado de la pantalla?
■ ¿Al político de turno que solo piensa en sus cálculos electorales?
■ ¿A una tutora idiota que nada más llegar sin conocerte me llamó a consultas para quejarse de ti?
■ ¿A una “psicóloga” que trabajaba para un colectivo ideologizado que ya no representa la realidad de las discretas personas transexuales?
■ ¿A esas asociaciones que han hecho de la ideología de género su cómodo medio de vida?
■ ¿A esos hombres travestidos a los que le gusta provocar sexualmente en las manifestaciones?
■ ¿A esos que perturban la paz de los niños en los colegios cuando no toca hablar de sexo?
¿Cuándo se ha roto tanto esta sociedad que defiende cualquier cosa y abandona a la infancia para convertirla en negocio sádico y la prepara para ser fetiches de pervertidos?
Como ves, mi niña, he pasado mucho miedo viendo que te escapabas de mis manos para echarte en la de extraños a los que realmente no les importabas, salvo como número para engrosar sus causas, para engordar sus cuentas y, demasiadas veces, para satisfacer pulsiones de algunos pocos aventajados que sacan partido.
Saberme sin armas para rescatarte fue lo que me llevó al límite, y el miedo desde entonces no me abandona. El miedo a que te dañaran, a que rompieras tu cuerpo y a que enfermases irremediablemente.
He llorado días enteros al ver que nada estaba en mi mano para detenerte. A veces, ese miedo fue tan intenso que solo me calmaba planificar en mi cabeza lo que pondría fin a la capacidad de sentir, luego el instinto de madre tomaba de nuevo las riendas para seguir invisiblemente a tu lado.
El punto de inflexión llegó hace un año, cuando a los veintiuno, le verbalizaste a tu padre que tu transición no implicaría daños irreversibles, y sin embargo, no pude acabar de creerte. El cuerpo se resistía y el miedo no aflojaba. Una sabe por experiencia que la adolescencia no conoce el riesgo y necesita probarse, que es cambio de opinión, que es contradicción y enfrentamiento a lo prestablecido. ¿Cómo iba a calmarme si mi cuerpo estaba en caída libre y la mente desbaratada?
No querida hija, no pude calmarme por tus palabras, pero algo comenzó muy lentamente a virar hacia la luz, o eso deseo creer. Al fin y al cabo, la sonrisa ha vuelto a tus labios y la paz ya lleva bien instalada en nuestra familia hace algo más de un año.
¿Sabes qué empezó a calmarme?
■ Me calmó empezar a ver alguna respuesta tuya en el wasap familiar.
■ Que empezaras a llamarme “mamá” dulcemente.
■ Que demorases un par de minutos tu marcha de la mesa para acabar alguna conversación.
■ Que bajaras a comentar cualquier noticia que habías encontrado en Internet.
■ Que tomases el control sano de tu alimentación.
■ Que mostrases interés por mi salud.
■ Que me ayudaras con los regalos de Navidad.
■ Que comenzaras a poner orden en tu cuarto.
■ Que reconectaras con tu higiene personal.
■ Que recogieras la cocina de mutuo propio.
■ Que reforzaras intensamente el vínculo con tu hermana.
■ Que participases en los encuentros familiares con cierta ilusión.
■ Que nos buscaras cuando tenías problemas.
■ ¡Que ahora te siento cerca!
Esas pequeñas cosas, al principio tímidamente y después con más seguridad, me han hecho comprender que sabes que nos quieres y que sabes que te queremos. Pero ¿serán suficientes para aprender a confiar en nuestras razones de amor incondicional?
Esas pequeñas cosas, son las que quieren hoy convencerme de que el miedo puede irse ya, pero ¡ay, hija!, el miedo no se va. No se irá mientras intuya el binder bajo tu ropa dañándote, mientras pasees el semblante triste aunque a veces se ilumine, mientras califiques en masculino tu género porque temo el poder de la palabra. ¡Ay, hija! El miedo no se va.
Quiero creer que, cualquier día de estos, se iluminarán tus neuronas cuando la primera duda atraviese tus pensamientos. Necesito creer que al final aprenderás a quererte y que las creencias peligrosas dejarán de controlar tu vida, que aceptarás la ayuda que necesitas.
Ya te veo en el camino, pero ¡ay, hija! El miedo no se va.
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