9 de septiembre de 2017
Mi querida hija;
Cuando leas esta carta espero que hayas superado con éxito los terribles años de la adolescencia. Ahora solo puedo aguardar impaciente hasta que el tiempo haga madurar ese indomable cerebro tuyo que tanto admiro.
Quisiera haberte ahorrado tanto sufrimiento, pero cada cual debe aprender de sus propias vivencias para convertirse en adulto. En mi caso, aquellos largos veranos de amarga soledad pesaron en mí como losas que entonces me parecieron insalvables. Aprendí a sobrevivir derramando mis emociones sobre el papel, cómo única forma de sacar la aflicción que también yo atravesé durante mi propia adolescencia. Me pareces muy valiente atreviéndote a verbalizar lo que te duele, yo nunca pude hacerlo en aquellos años.
Tú te expresas a través de tus dibujos y tienes algo que yo nunca tuve: seguidores, que, aunque sean anónimos en su mayoría, de alguna forma pueden hacerte sentir que no estás sola del todo. Yo no tenía con quien compartir mis reflexiones, y además por miedo, me esforzaba en ser deliberadamente imprecisa, por si acaso mis escritos pudieran caer en las manos de mis padres. Mi mundo íntimo quedaba así de alguna forma preservado.
Recuerdo cómo expresé entonces, la idea de reproche a mi padre por su obsesión en aleccionarme y tratar de dirigir mis pasos en base a su propio recorrido. No quiero cometer ese error contigo y por ello muy conscientemente me reprimo y respeto tus tiempos y tus espacios, quizás en exceso, aunque en ello tenga que invertir largas horas de angustia. En cambio, mi control te parece desproporcionado.
A través de varias madres de compañeras tuyas, he sabido que te quejas de nosotros tus padres, porque crees que no te apoyamos. Eso duele. Puedes estar segura de que nuestro apoyo es en cuerpo y en alma, pero entiendo que en tu frustración solo veas que no te damos lo que tú quieres. Al respecto solo puedo comentarte que somos padres responsables y hacemos lo que desde nuestro punto de vista algo más experto, consideramos que es lo mejor para ti, aunque ahora no puedas entenderlo. Espero que algún día sepas hacerlo y que no tardes más de cuarenta años en llegar a conocer a tus padres, como me ocurrió a mí. Aunque esa es otra historia.
Te veo tan perdida como lo estuve yo, a veces pienso que el maquiavélico destino me pone a prueba una vez más, haciendo repetir los mismos pasos en mi pequeña hija y obligándome a mirar sádicamente. Me pregunto cómo es posible si las circunstancias son tan distintas. Me resulta francamente desconcertante.
Me gustaría que supieses que en mi infancia maldije haber nacido mujer, me parecía injusto. Sentía que mi padre hubiera preferido tener un niño y yo quise ser lo que él quería que fuese. Él me enseñó, a su manera, a no rendirme y a vivir de la forma que yo quisiera, sin encasillarme en el papel que la sociedad me designaba como mujer, recortándome posibilidades.
Ello alimentó en mi mente un orgullo secreto que me daba fuerzas para explorar distintas formas de encarar la vida. Aprendí a comportarme fuera de los cánones establecidos. Asumí un rol masculinizado, más divertido y enriquecedor que si hubiese vivido simplemente como una niña de aquel tiempo y lugar.
Pero yo también era lista y aprendí a camuflarme en función de las circunstancias, aunque siempre quedará algún rastro, que no supe o no quise ocultar. Así, podía ser perfecta y educada en presencia de mis formadores y la más gamberra, a los ojos de mis delicadas compañeras, en el recreo. También fui la más responsable cuando trabajaba en mis vacaciones para mi padre y al salir de la oficina me convertía en una macarra motera, que en aquel tiempo era casi una aberración en una chica, y así un montón de cosas más, que transgredía lo que para una mujer estaba concebido.
Me esforcé en demostrar mi igualdad, a través de mis actitudes y comportamientos masculinizados, para sentirme respetada por el otro sexo, aunque no lo conseguí del todo.
En mi empeño por hacerme valer tuve que adoptar apariencias poco femeninas y nunca puse mucha atención en cuidar mi aspecto con maquillajes u otras estrategias. Al principio todo fue fácil porque era lo que me apetecía, me encontraba bien y no quería cambiar. Pero el inexorable paso del tiempo transformó mi cuerpo sin que yo pudiera detenerlo.
Cuando empezaron a crecer mis pechos me sentí angustiada y avergonzada. Trataba de ocultarlo usando ropa holgada. Me corté el pelo muy corto y lo mantenía a raya cada fin de semana podándolo como si fuera un arbusto. No me gustaba el resultado, pero algo estúpido me empujaba a seguir maltratándome. Tal vez solo fue una forma de tratar de ocultarme de las miradas lascivas del otro sexo.
¡Cómo maldije el día que llegó mi primera regla! Ese día el mundo se me calló encima, quise inútilmente detener el tiempo quedándome en la cama hasta que me obligaron a levantarme, casi a medio día. No estuve dormitando, al contrario, mi mente anduvo desesperada calculando cuales serían a partir de ese momento, las consecuencias. Antes los cuentos de viejas nos perseguían a las chicas, había muchos prejuicios y supersticiones dedicadas a coartar a las mujeres. De pronto me asusté al pensar que mi vida podría cambiar, tanto como para dejar de ser yo misma y de hacer lo que entonces más me gustaba en esta vida: trepar a los árboles, cazar lagartijas o montar en bicicleta. Tales eran mis preocupaciones con trece años, pero te dará una idea de cuanto sometía la sociedad a la mujer en aquella época y cuánto nos condicionaba.
Dio la casualidad qué ese día estuviera a solas con la tía de mi padre, que nada más enterarse del acontecimiento se apresuró a aconsejarme, para decirme que mientras estuviera con la regla no podría ni comer polos, ni andar descalza, ni lavarme la cabeza, y no sé cuántas cosas más. A mí me parecieron patrañas que no iba a aceptar de ninguna manera, pero ahí estuvo el bombardeo de ideas estúpidas con el que había que luchar en aquella época.
Esa mañana en la cama, dando vueltas a los abrumados pensamientos que hacían agitar mi cuerpo hasta la ansiedad, resolví que yo seguiría comportándome como hasta ese momento. Haber nacido mujer no me iba a detener para alcanzar el destino que yo misma eligiese.
Me costó hacerme valer entre mis «iguales» masculinos, muy especialmente en el pueblo. A cambio mi imagen seguramente fue duramente criticada, aunque eso fue lo menos importante, lo peor fue el daño que sufrió mi autoestima.
Muchas veces fue difícil mantener el tipo. Por mucho que intentara convencerme a mí misma de que lo importante iba por dentro, de que las apariencias no eran más que una simple fachada, yo me daba cuenta de qué mis compañeras del colegio y amigas tenían buena presencia, e inconscientemente me comparaba con ellas. En lo más íntimo de mi ser las envidiaba, yo me sentía fea y descuidada. También me daba cuenta de qué a ellas las trataban mejor qué a mí, incluso mis padres. A mí me daba la impresión qué eran como pequeñas flores que los demás cuidaban con un mimo que jamás hubiera esperado para mí. Lo peor de todo, era soportar que mi madre las usara para compararme y desvalorarme frente a ellas y frente a mis primas. Parecía que aprovechaba cada ocasión que me viera junto a ellas para poner de manifiesto las diferencias negativas. Hoy, a pesar de mis muchos logros, los complejos siguen arañándome cada día. Mi madre sigue recordándome mi descuido personal, pero ya no me daña.
Me sentía muy desvalorizada, pero nunca se lo dije a mi madre, simplemente sufría en silencio y trataba de convencerme de que yo era diferente, de que yo no necesitaba ponerme guapa para ser alguien. Así me fui radicalizando y siendo cada vez un poco más desastre, aunque en el fondo no me gustaba. Instintivamente me defendía de tanto caos, con una actitud desafiante y rebelde.
Nadie me ayudó a superar el tránsito de niña a mujer, o mejor dicho de niño a mujer.
Me dolía sobre manera ver cómo las madres de mis amigas las llevaban a cortarse el pelo a una peluquería periódicamente, a que les depilaran las piernas o a la modista. A mí nadie me acompañó, yo me conformaba y me autoconvencía de que en realidad yo no quería esos cuidados. Creo que al final mi inconsciente lo que aprendió fue que yo no los merecía.
Intentar arreglarme me parecía una tarea imposible, era tal la imagen que tenía de mí que me avergonzaba de ponerme cualquier cosa que saliera de unos vaqueros y algo bien holgado por arriba para disimular mis formas. Mi madre no supo ayudarme, en lugar de animarme con cariño y respeto, me criticaba duramente por mi negativa a salir de lo habitual y de mi mal aspecto. Ella no se daba cuenta de cuan necesitada estaba de un poquito de ánimo. Solía decirme que yo era muy rara y a menudo, que parecía un adefesio. Mientras más me criticaba más me enrocaba yo en mi postura. Acabé creyéndome que era rara, fea y que tenía las piernas torcidas como solía decir mi madre cuando alguna vez, haciendo un sobresfuerzo me atrevía a ponerme una falda. ¿Puedes imaginarte dónde estaba mi autoestima?
Al haber estado en un colegio fuera del pueblo, a los quince años, me costó muchísimo integrarme en una pandilla durante las vacaciones. Al final lo hice a través de mi primo, pero solo duró un par de veranos. Era difícil pasar tiempo con aquellos amigos porque yo tuve que trabajar desde los doce años, y también porque los horarios en mi casa eran muy estrictos. Sin embargo, sentirme parte de un grupo de personas de mi edad en mi pueblo durante aquellos dos veranos, me pareció la cosa más estimulante del mundo.
Sin darme cuenta cómo, me vi saliendo con el primer chico. Yo ni me había percatado de que pudiera interesarle a alguien. Durante ese corto periodo la adrenalina subía y bajaba en aquel dulce y maravilloso verano a mis dieciséis años, a pesar de las dificultades que tenía para sacar tiempo para mí. El romance solo duró lo que tardé en volver al colegio. La enorme decepción que siguió al verano acabó influyendo en mí, de forma demoledora.
Si antes ya me ocupaba de mantenerme distante en la ardua tarea de ser diferente, no te puedes imaginar cómo radicalicé mis actitudes y comportamientos tras la ruptura sentimental. Era orgullosa y tenía una autoestima dañada, así que lo único que se me ocurrió hacer, fue cortar toda relación no ya con mi ex chico sino con cualquiera que pudiera vincularnos mínimamente. En una pandilla de un pueblo todos los jóvenes nos relacionábamos, así que yo valiente y bastante estúpida me quedé completamente sola, pero jamás di un paso atrás para volver al grupo.
Con aquel panorama tenía dos opciones, esconderme o salir sola al mundo por muy aterrada que estuviese. Si no me obligaba a salir, aunque fuese sola, nunca tendría la oportunidad de conocer otras personas y acabaría enclaustrada en mi casa para toda la vida. Así que me envolví valientemente en mi bandera diferente, para mostrar orgullosa a toda persona que por una casualidad tomase consciencia de mi existencia, de que yo no necesitaba a nadie. Aunque esa fue la mayor mentira que jamás haya vivido.
A partir de ahí, en mi pueblo pasé muchos veranos de soledad y aislamiento, lo que me llevó a hacer algunas tonterías además de a un gran sufrimiento. Exploré otros grupos diferentes, sin comprometerme nunca más con ninguno y manteniendo enormes distancias con las personas que fui encontrando. Contacté esporádicamente con personas de distintos niveles culturales, económicos o sociales, lo que me hacía no sentirme tan aislada. Pensaba que me enriquecía de alguna manera. Me sentía especialmente sensible con las personas que me parecían más vulnerables en distintos aspectos. Pero en general mantuve las distancias y durante muchos años nunca me comprometí con ningún chico a pesar de las ofertas. Prefería jugar al mismo papel que yo veía que jugaban ellos, desdeñándoles como ellos hacían con las chicas. Me esforzaba en demostrarles que yo podía ser como ellos, fríos y sin compromiso. Adopté ese papel distante que curiosamente llamaba la atención más de lo que yo hubiera esperado. Estúpidamente perseveré en mantener esa impostura incluso cuando encontré personas que merecían lealtad y respeto.
Derrumbar la muralla invisible que me protegía fue una tarea difícil para tu padre, pero hoy me alegro enormemente de su perseverancia, ya que al final con él, con su amor y paciencia, conseguí destruir las barreras que yo misma había construido a mi alrededor. Claro que el poso de una mala autoestima y de alguna rareza que otra siempre me acompañará.
Hubo algo más un tanto ridículo y algo límite que me ocurrió, confieso que me da un poco de vergüenza contarlo, pero forma parte de mí y quiero que lo sepas. Verás, el impulso vital de un adolescente, para conocer y relacionarse con sus iguales era tan intenso en mí como en cualquiera. Sentirme tan sola como me sentía en aquellos largos veranos me frustraba enormemente. Solía dar rienda suelta a mi imaginación para escapar de mi realidad a través de la lectura de historias de aventuras y acabé desfigurando un poquito la realidad.
A pesar de mi valentía tenía mucho miedo a relacionarme con iguales, a la soledad, a defraudar a mis mayores, a no saber estar, a que se me juzgase por mi mala apariencia y otros muchos. Confundí muchas cosas y sacrifiqué ser yo misma para parecer ser otras personas. En ese tiempo no tenía referencias para aprender a ser una mujer independiente y libre, por ello acabé imitando al género que tenía el poder.
Hoy día me doy cuenta de que una mujer puede ser lo que quiera ser sin necesidad de esconder lo que es. Hoy creo que ha sido una enorme suerte haber nacido mujer, aunque pasé años aborreciéndolo. Estoy convencida, por lo que llevo toda una vida observando, de que nuestro cerebro de mujer nos hacer ver y sentir muchos matices de la vida que ellos se pierden. Hoy sé que no hubiera querido perdérmelos por nada del mundo.
Espero que mi pequeña historia no te haya incomodado. Mi deseo de compartirlo contigo es porque espero que, algún día, puedas llegar a entender mi forma de actuar y de sentir este amargo tránsito que está acompañando estos años de tu adolescencia tan especialmente peculiar. Tengo la confianza de que si yo, sin ninguna ayuda salvo la siempre presencia incondicional de mi abuela, pude acabar con la soledad y la amargura, y conseguí hacer las paces conmigo misma, tú también lo conseguirás.
Te quiere, mamá.