Dicen que el miedo es libre, supongo que libre de posarse en cualquiera. A mí me han caído unos cuantos encima.
Miedos propios
He tenido miedos desde que tengo memoria: difusos y sin sentido cuando era niña, negados hasta bien entrada la madurez, comprendidos, por fin, pasada la cincuentena.
Tuve miedo a no ser lo suficientemente trabajadora y perfecta ante mi padre, lo suficientemente casta ante mi madre, lo suficientemente aceptada entre mis hermanos.
Sigo teniendo miedo, cada día, al encuentro con mi jefe porque nunca sé a quién voy a encontrar en su despacho: ¿al Doctor Jekyll y Mister Hyde? Una experiencia que mi cuerpo reconoce al instante impidiendo que acabe de sanar una vieja herida.
Por amor a mis hijas luché para superar mis antiguos miedos, los mastiqué hasta comprenderlos y luego me propuse parar la rueda generacional: las trataría, sobre todo, con respeto. Porque respeto fue lo que más me faltó.
Miedos en la mochila
Me esforcé para que mis manías, mis fobias y mi mochila no las dañaran. Y, sin embargo, hay mucho que se desbordó en silencio, contagiándolas sigilosa e inevitablemente, sin que yo fuera consciente.
De otra manera, no se puede entender ¿por qué, si mi mayor empeño en su educación fue librarlas de mis miedos, la ansiedad incapacitante anidó en la mayor, y destrozó la autoimagen de la pequeña?
¿Cómo poniendo mi máxima atención para amarlas sin condiciones, y evitando la crítica dañina con la que yo conviví, no las haya librado de una salud emocional defectuosa?
Esos miedos moldearon mi vida, para bien o para mal. Hoy no me quejo, porque acepto lo que soy y me gusto tal cual. En este punto, debería haber alcanzado la paz al reconciliarme conmigo misma, pero lejos de ello, hoy me enfrento al peor de los miedos: el miedo a perder a una de mis hijas.
La mayor de ellas está retomando su vida, y estoy segura de que ya está capacitada para convivir con sus miedos. No sé si habrá superado su sensación de abandono inexplicable, pero como decía el miedo es libre, y tarde o temprano, aceptará que sus padres siempre estuvieron guardándole las espaldas con amor y respeto.
Temer por la vida de tu hija
Todos mis miedos antiguos me aprietan el cuerpo y generan alerta, a veces hasta el agotamiento, pero sé que si pongo de mi parte puedo mitigarlos hasta convivir con ellos.
Temer por la vida de una hija, es otra cosa. Es un sentimiento devastador, de una angustia extrema, siempre alerta, inquieta, desconcentrada, iracunda, paranoica, impotente, desesperada.
El cuerpo te pide abrazarla, protegerla, susurrarle amor al oído, olvidarte del mundo y tenderte a su lado, pero nada de eso es posible: un adolescente te rechaza, te culpa, te castiga por lo general, pero si, además, está atrapada en la cultura queer te has convertido en su enemiga, peligrosa y tóxica.
¿Qué le queda a tu hija que sufre cuando le está prohibido refugiarse en quien la ama? ¿Cómo darle el cuidado y el amor que necesita cuando todos los poros de su piel te rechazan? ¿Qué me queda a mí cómo madre? Tan solo miedo.
Miedo, y regresar con frecuencia hasta la puerta cerrada de su cuarto, para pegar el odio esperando escuchar su respiración.
Miedo a los políticos irresponsables
Tengo miedo por mi pequeña, y lo tengo por mis futuros nietos si acaso llegan. No me gusta la deriva de la sociedad que nos rodea. Yo viví la dictadura y vi transformarse nuestro país en un país mejor. Me he sentido orgullosa de su desarrollo social, económico y científico. Me he congratulado de su progreso y he disfrutado de una libertad sana, sin precedentes en España.
Pero hoy soy pesimista, porque la honestidad de nuestros gobernantes y políticos no existe, porque la vocación de servicio ha desaparecido y solo trabajan para sí mismos, porque han desvirtuado las leyes que nos dimos para convivir, porque han sucumbido a la avaricia, y la soberbia se ha convertido en osadía sin límite, porque nos mienten y juegan con lo más sagrado: los niños, su salud y su libertad.
Miedo a una sociedad en descomposición
El día que mi pequeña nos dio aquella carta, sacada de Internet, para darnos la amarga noticia de que se consideraba varón, cuando siempre había estado feliz consigo misma, intuí las dificultades añadidas que venían a entrometerse en el proceso adolescente de mi hija.
Supe, y eso que aún faltaban cinco años para que el discurso queer se destapara en España, que mi gestión como madre iba a ser doblemente difícil. La sociedad ya había sido preparada para dejarse conducir, para permitir sino animar a nuestros jóvenes, a salir de la realidad y vivir en nuevo mundo tan mágico como las realidades virtuales a las que están acostumbrados en sus juegos online. Un mundo dónde lo material no existe, dónde las ideas no tienen límites y cada cual puede vivir cuantas vidas quiera, adoptando cualquier personaje.
Pero la realidad es tozuda, lo material existe, y mentir a los niños animándolos a estar por encima de sus cuerpos, a la postre solo les causa más dolor y disociación de su propia realidad. Y en ésta no hay segundas oportunidades ni se pueden ganar vidas para nuevas partidas. Si rompes el cuerpo roto se queda, si lo envenenas enferma.
Los políticos pueden hacer escribir en sus leyes lo que quieran, pero ello no cambia la realidad. Hacerlo solo pone de manifiesto su falta de honestidad y honradez.
Que la sociedad permanezca impasible es de locos, o de idiotas:
¿A caso a nadie le hace saltar las alarmas el malestar emocional de las generaciones más jóvenes?
¿A nadie le parece extraño que una clase, de cualquier colegio, la mayoría de las niñas se autodeterminen trans, no binarias, bisexuales o lesbianas?
¿Ahora es eso lo que las hace popular?
¿A nadie le importa que activistas trans entren en las clases a orientar a sus hijos sobre transgenerismo y sexualidad explícita?
¿A nadie le causa indignación que los profesores animen a sus alumnos a realizar una transición social en el colegio a escondidas de sus padres?
Miedo a los colegios
Sí, a mí me pasó, casi todas esas preguntas están hechas en función de mi experiencia en un colegio progresista que se enorgullece de trabajar, codo con codo, con las familias. Un colegio sevillano cuyo lema es “Una escuela para la vida”. Un colegio que se traiciona a sí mismo por autocomplacencia de sus profesores más jóvenes, que ya vienen con la doctrina enchufada en vena.
Sí, tuve mucho miedo porque no entendía cómo siendo una madre respetuosa y responsable, bien conocida en aquel colegio, se me acusaba de lo contrario por no apoyar sin fisuras una ocurrencia repentina de mi hija.
Los padres amamos a nuestros hijos por encima de todo y queremos lo mejor para ellos. Velamos por su bienestar presente y futuro. Y el futuro que le esperaba a mi niña si accedíamos a que se hormonara de inmediato y se hiciera amputar el pecho, como nos exigía, no era halagüeño.
¿Qué derecho tenía aquella profesora a entrometerse en nuestras vidas?, ¿a cambiar el destino emocional y de salud de mi hija?
Por muchas leyes autonómicas que existieran fue inmoral. Y, además, se saltó el protocolo andaluz, que la obligaba a trasladar a los padres cualquier actuación con carácter previo.
Pero, la soberbia era grande en aquella tutora, y sin evaluar los riesgos la ayudó a lanzarse al precipicio de la depresión que siguió a la transición social.
Tuve mucho miedo porque, con un adolescente es imposible razonar, mucho más cuando se sabe apoyado por el colegio y la sociedad e general, cuando está informada de leyes y protocolos, cuando usa un lenguaje que al principio no entendía, cuando trataba de venderme conceptos irracionales.
Tuve mucho miedo cuando la tristeza deformaba su cuerpo, cuando descubrí que se tapaba el cuerpo para esconder las autolesiones, cuando se negaba a comer, cuando el asilamiento en su cuarto era extremo, cuando regresaba de estar con «amigos» abatida. Temí por su vida muchas veces.
Miedo a los intereses de los poderes económico
Pero más miedo tuve después de cinco años luchando con la depresión y tratando de mantener la prudencia. Averigüé que mi caso no era aislado, que había miles con el mismo patrón en los países de nuestro entorno sociopolítico, que se trataba de un nuevo fenómeno bautizado como «disforia de genero de inicio rápido» y que se estaba produciendo por contagio social en los colegios y a través de las redes sociales.
El miedo creció cuando tras una investigación extenuante comprendí que el fenómeno no era fortuito, que estaba orquestado y financiado por poderosos intereses económicos, que corrompen a los políticos y financian estudios sesgados para justificar lo injustificable.
Los peores miedos fueron saber que me enfrentaba a gigantes poderosos, a leyes perversas que podrían quitarme a mi hija, y que había muchas posibilidades de que la niña me repudiase al cumplir los dieciocho, y huyera de mí para caer en manos interesadas y peligrosas. La habían programado contra mí.
Miedo a enfrentarme a la falta de respeto de los míos
El último miedo que experimenté fue al conocer que mi hermano había apoyado a mi hija a mis espaldas. ¿Cómo iba a protegerla si hasta mi familia jugaba contra mí?
Al principio decía que uno de mis miedos antiguos era a no ser lo suficientemente aceptada por mis hermanos. Siempre he querido ser uno de ellos, pero nunca he sentido que lo fuera realmente. Ya no me importa no serlo, prefiero sentirme segura. Y no obstante, duele.