Éxito Queer eliminando recuerdos de sus adeptos

Antecedentes

Cuando el cuerpo de mi hija se transformó, demasiado pronto, sus compañeros cambiaron la mirada hacia ella. Casi dejó de comer, se encorvó sobre sí misma y desfiguró sus hombros y cuello, se tapaba en exceso incluso en verano y se autolesionaba ocasionalmente.
La alegría de vivir desapareció y comenzó a tener algunos problemas de relación con sus compañeros y amigas. Se aisló en su cuarto y consumió Internet en exceso, a pesar del control parental. Y para colmo, sufrió un atropello importante a los trece años, aunque afortunadamente salió casi ilesa.
El día que escribo esta entrada para mi blog, ya van seis años y siete meses, desde que nuestra hija nos entregó aquella diminuta carta en la que nos anunciaba que era varón, a sus quince años.
Desde ese momento, la niña se transformó radicalmente a sí misma en lo estético, en el lenguaje y en actitudes; y vació su armario.
Con su padre y conmigo inició una batalla de ira constante, una agresividad impropia de su personalidad y costumbres, y obviamente, rompió la convivencia y el equilibrio de la familia.

Después la disonancia y la tristeza

Poco después vino una profunda tristeza, se separó definitivamente de sus compañeras y amigas, se aisló en su cuarto siempre atada a las pantallas y a las redes sociales, y apareció lo que ella denomina ansiedad social. Sus habilidades sociales se disolvieron y la autoestima acabó por romperse.
De un día para otro, aun cuando sé que, como el bambú, mi hija había sido alimentada y preparada a conciencia y en secreto para alumbrar el estallido del cambio radical, para nosotros fue demoledor e incomprensible porque, de pronto, ya no conocíamos a nuestra hija.
Entre los cambios más asombrosos a los que nos enfrentamos fue a su «falta de recuerdos». La primera vez que la escuché decir que no se acordaba de algún hecho de su propia vida, algo no demasiado lejano en el tiempo y que era harto conocido para toda la familia, me llamó la atención.
Al principio me indignó lo que, a primer instinto, me resultó una manera de poner distancia de sí misma, pero me calmé convenciéndome de que era probable que la falta de memoria estuviera relacionada con el estrés de la peri-depresión que atravesaba.
Esta insistencia por eludir recuerdos contrastaba con su intento de convencernos que siempre se sintió chico:

«¿No te acuerdas, papá, lo feliz que estaba aquel día que me vestiste de niño cuando iba a la guardería?».

Cada vez que se repetía la negación de sus recuerdos una punzada me atravesaba el estómago, pero callaba para no alimentar al monstruo iracundo y soliviantar la escasa paz que había en nuestro hogar.
Resultaba hasta insultante su pretensión de hacernos tragar ruedas de molinos. Nosotros la habíamos criado y amado por encima de todo. La conocíamos bien, y creer que era varón, jamás se le había pasado por la cabeza antes de «ser captada». No cabía otra explicación.

El poder de la información

Después de cinco años de travesía por la desconcertante auto identificación de nuestra hija como varón, llegó a España el fenómeno de la Disforia de Genero de Inicio Rápido procedente de otros países occidentales.

«La niña se había auto diagnosticado erróneamente consultando Internet y estaba en malas compañías».

Los primeros libros y artículos periodísticos comenzaron a visibilizar el fenómeno, y fue entonces, cuando encontré respaldo a mis suposiciones: «que la niña se había auto diagnosticado erróneamente consultando Internet y que estaba en malas compañías».

Pero, ni de lejos, podría haber imaginado la penetración y alcance del fenómeno social. Ni tampoco del apoyo económico y político, ni de la existencia de activistas iracundos, ni del alegre acogimiento de profesores, psicólogos y médicos, ni por supuesto de la aceptación buenista y acomplejada de la sociedad.

Lo peor vino después, al descubrir las técnicas de manipulación mental que emplean los activistas del género para atraer a niños con problemas emocionales, mantenerlos y atarlos a las creencias de su ideología. Descubrí una nueva religión con sus dogmas, sus predicadores y sus feligreses; la cultura Queer.

Una religión a la que mi hija se había adherido, y cuyas normas, aplicaba con ahínco para ser la mejor trans, la más fiel, la que mejor observa las normas.

Por fin, lo entendí todo: una secta lo primero que hace es aislar al recluta:

Eliminar las relaciones de apoyo: por eso mi hija había empezado a odiarme y me acusaba de ser controladora y tóxica.

Eliminar los recuerdos y trasplantar otros nuevos más adecuados para la secta: por eso mi hija había olvidados su vida.

Romper el hechizo es como querer apagar un bosque en llamas con un cubo de agua. Y sin embargo, tengo esperanzas porque la relación familiar ha mejorado y su integración, cada día, es más evidente. No obstante, queda mucho camino por recorrer para disolver la dependencia de la niña de la secta.
Hace un año oí una conversación de mi hija con una de sus tías, en la que le explicaba que los recuerdos se pueden cambiar. Ello me hizo preguntarme si habría subido de escalafón en su orden cuasi religiosa y ahora se encargaba de borrar recuerdos a nuevos reclutas.

Estrategias inagotables

Con horror, me lancé de cabeza a preparar una presentación de fotografías de las vidas de mis dos hijas. La excusa era el regalo de Reyes, el fondo, mensajes claros de amor aderezado con música bien escogida. Lloré mucho durante el mes que me llevó el trabajo, pero merecía la pena, aunque todavía que yo sepa se ha negado a verlo.
Aguardo, gestionando mi impaciencia, hasta el día en que más allá de las imágenes innegables, se encuentre consigo misma a través de su propia autobiografía gráfica. Dibujada, día a día, desde que cogió un lápiz entre sus manos en la guardería.

En especial, tendrá que aceptar como se veía a sí misma y como, a partir de un momento dado, reescribió su vida.

En este caso, se redibujó a sí misma.

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