Antiguamente las mujeres se flagelaban para santificarse, ahora para ser mejor trans también
El binder, nueva herramienta de tortura
A poco más de cuatro meses desde que nuestra hija nos dio aquella carta para informarnos de su autodeterminación como persona transgénero, ya llevaba varias sesiones con la psicóloga que la estuvo afirmando en su autopercepción a nuestras espaldas.
Y de pronto, la niña una tarde vino hacia mí con intrepidez. Sentí su desafío incluso antes de pronunciar palabra: ¡quiero un binder!
Ignoraba el nombre de semejante prenda, aunque más que prenda es un instrumento de tortura. Sabía que ya tenía uno y que pretendía distraerlo de mi vista, lavándolo a escondidas y poniéndolo a secar en alfeizar de su ventana.
No me había atrevido ni a preguntarle por lo que trataba de esconder, deseando inocentemente que mi paranoia me estuviera jugando una mala pasada. Era incapaz de aceptar que mi hija estuviera tan perturbada como para lastimarse de esa manera el cuerpo.
Me negué a su exigencia. Le dije que no participaría de algo que le iba a hacer daño, pero ella se revolvió negando ese daño, y me amenazó con frialdad de hielo: «¡otra opción será peor!».
Yo todavía estaba en la inopia, segura de que mi hija estaba atravesando una fase adolescente frentista. La idea descabellada que trataba de imponernos era incongruente con su biografía y, además, su psicóloga nos había vendido también, que nuestra hija no era transgénero, sino que atravesaban otras circunstancias emocionales.
La seguridad con la que la psicóloga nos trasladó su análisis y diagnóstico sobre la niña coincidía con el nuestro, así que estúpidamente, me hice a la idea de que en unos pocos meses todo volvería a la normalidad con su ayuda.
La primera traición de la psicóloga
Recurrí a la “experta sexóloga” para comentar la exigencia del binder,convencida de que me ayudaría a persuadir a la niña. Pero, cuál fue mi sorpresa, cuando me animó a que lo aceptara para mejorar su autoestima.
La psicóloga afirmadora de género me aseguró que fajarse el pecho no le causaría daño físico más allá de un posible dolor de espaldas.
Ante mi preocupación por la salud de mi hija, la psicóloga me aseguró que no le causaría ningún problema físico más allá de un posible dolor de espaldas.
Tan convencida estaba de que era cuestión de unos pocos meses, y de que estábamos en buenas manos, que la sexóloga me tranquilizó lo suficiente como para bajar la guardia.
Solo me queda vivir con la culpa
Maldigo cada día desde entonces, maldigo a la psicóloga traidora; y me odio por la estúpida ingenuidad que permite dañar a mi niña cada día. Hoy, después de seis años autoflagelándose el cuerpo, sé que ha estropeado su precioso pecho irremediablemente.
Maldigo que se haya convertido en mártir orgullosa aplastándose el pecho, los pulmones y las costillas. La veo como a veces le falta energía porque el aire le entra duras penas, la veo intentar despegar de su cuerpo la sisas del corsé que le desollar las axilas y le aplasta el pecho.
Sufro por el miedo a que le dé un desmayo por la opresión y las dos capas de ropa que usa encima, viviendo en una tierra de altísimas temperaturas. Temo que le haya causado algún problema grave de salud o que salga a futuro.
Y cada vez que reparo en este cilicio moderno sufro hasta querer golpearme la cabeza para no sentir la angustia que me causa imaginar el dolor que soporta mi niña.
Me esforcé en no adoctrinar a mis hijas en la religión que me tocaba por herencia, convencida de que sus normas solo obedecen a la necesidad de unos pocos hombres para gobernar al resto.
Tal vez hubiera sido menos terrible cierta dosis de Cristianismo, para evitar que el nuevo culto de la ideología de género, anidara en su cabeza como salvación a su crisis de adolescencia.