Me dejé llevar por la distensión de un momento feliz y desistí de contener las ganas de hacerle saber a mi hija pequeña cuánto la amo.
—¡Te quiero! —dije, como quien sabe que está obrando mal, a pesar de que las palabras sinceras salían de mi corazón con ansia reprimida, y me atreví a darle un beso en la cabeza.
Salí de su cuarto con una emoción de alegría casi olvidada. Y durante aproximadamente dos horas, mi cabeza no paró de elucubrar futuros buenos en los que mi niña vencía los malditos desafíos que le ha puesto la vida.
Un rato después, mi hija se plantó de pie delante de mí balanceándose como un animal desafiante. La miré de hito en hito esperando su descarga verbal.
—¡No quiero que me des besos! —gritó con furia inaudita—. ¡Y la próxima vez te doy una hostia!
Las palabras hirientes de una hija duelen como un bofetón sin manos