Repetí este estribillo día tras día, hora tras hora, durante cinco años como un mantra para acunarme y tratar de calmarme, mientras inevitablemente la pena salía a borbotones de mis ojos.
Phil Collins había puesto, en su letra y en su música para Kala, las emociones exactas de amor y miedo que vibraban en mi corazón.
Ver el cuerpo de mi hija, voluntariamente maltratado con hambre y comprensión extrema del pecho, sin posibilidad alguna de evitarlo, me devastó. Pero, cuando la euforia inicial de la niña dio paso a la tristeza más negra, temí lo peor y el miedo creció.
Yo necesitaba protegerla desesperadamente. Abrazarla, acunarla, susurrarle cuanto la quería, cantarle al oído: “You’ll be in my heart, always” para consolarla. Pero, fue imposible, porque mi presencia o mis palabras eran para ella como ácido lacerante. Tuve que conformarme susurrándolas para mí, en medio de la impotencia más dolorosa que jamás haya sentido.
Sabía que mi niña seguía atrapada en algún rincón de su mente, a pesar del veneno de sus palabras recién aprendidas, del odio en sus miradas y de la búsqueda de enfrentamiento artificial, para convencerse a sí misma de que yo era su enemiga.
Los otros, que entonces yo desconocía, eran muchos, estaban organizados y usaban estrategias universales de control. Sus presas preferidas eran justo el tipo de niña diferente y vulnerable como la mía. Las redes sociales eran su elemento y mi hija se enredó entre ellas hasta perderse por mi negligencia. Pero, todo eso, no lo comprendí hasta cinco años más tarde.
Y a pesar de desconocer, en aquel momento, el poder organizado que alimenta y sostiene la ideología de género, rápidamente tropecé con, lo que entonces, me pareció una locura colectiva de sinrazón.
Profesora, psicóloga, médicos, desconocidos y hasta familiares, me instaban a aceptar sin reparos esta moda. No les importaban los riesgos, porque para ellos, mi hija solo era una oportunidad para demostrarse a sí mismos y a su entorno, que habían sido «bendecidos» con una moral superior.
Figuras de referencia para mi hija llegaron a mayores, interponiéndose entre las dos, para “defender a mi niña” de su madre supuestamente “peligrosa”. Creían sentirse héroes cuando en realidad solo eran marionetas.
En cuestión de semanas la preciosa familia que teníamos se rompió porque mi hija menor había sido seducida por el mundo woke. Me habían derrotado casi al final del camino, cuando acompañaba a mi hija en el difícil proceso de transformación de niña a mujer.
Estos versos y notas musicales de ABBA sincronizaban exactamente con el dolor, la rabia, la desesperación, la frustración, el miedo, la incapacidad para proteger a mi niña y evitar daños irreversibles en su cuerpo y en su mente.
Fue necesario repetirla a diario en mi cabeza para ayudarme a sacar el dolor que me rompía: en el coche, en mis raros paseos, en el supermercado, en el despacho, en el médico…
Quedé destruida emocionalmente al constatar que trabajar contra una sociedad indolente era una tarea casi inútil. Ojalá hubiera podido tener un botón para desconectarme, porque hubo muchas veces que para dejar de sentir tanto dolor, solo encontraba una salida: desaparecerme.
Solución que fue planificada demasiadas veces. Solo el amor me detuvo, pero confieso que temo volver a sentir aquella desolación, porque la decisión de no ver a mi hija rompiéndose el cuerpo con hormonas y cirugía, está tomada.