Hasta ese momento estuve desconcertada con el autodiagnóstico de mi hija porque nunca había demostrado disconformidad con su sexo. Me sentía impotente porque a nadie le interesaba escuchar mis argumentos. Estaba asustada por las consecuencias devastadoras para la salud y la vida de mi hija que quería hormonarse y amputarse los senos apresuradamente. Pero, sobre todo, sentía una tristeza invalidante porque mi niña, que había crecido profundamente apegada a mí, demostraba una animadversión tan descomunal que me partía el alma.

La culpa, por si acaso hubiera cometido tan graves errores como castigo me daba mi hija, acabó casi destruyéndome.

Con la lectura de Un Daño Irreversible entendí el fenómeno del contagio social, y descubrí que ahí afuera hay una epidemia, en la que las adolescentes con elevada ansiedad y depresivas, llegan erróneamente a la conclusión de que son transgénero. Son el tipo de adolescentes que, en décadas anteriores, hubieran sido chicas con anorexia, bulimia o trastorno múltiple de la personalidad.

El miedo creció al leer las experiencias de las madres que me llevaban años de delantera. En su mayoría, describían el mismo odio inexplicable de sus hijas, que yo sentía.  Y es su mayoría, habían perdido el contacto con ellas.